Una vez, en una aldea, alguien vivía en conflicto con su propia vida. La razón de este conflicto vino del olor que sentía en todas partes donde estaba. Un olor arraigado que lo dejó enfermo, causando todo tipo de malestar. Para él, este olor era el resultado de la decadencia de todo el sistema en el que vivía: un trabajo vacío y sin sentido, una vida familiar en la que el conflicto y la indiferencia se habían asentado y un mundo en el que el odio y la violencia eran las reglas y no la excepción.
Entonces decidió dejar el trabajo y la familia, rompiendo con esa vida e irse en busca de otros aromas. Encontró una nueva familia y un nuevo trabajo, pero el olor permaneció, impregnando todo con ese olor enfermizo. No podía encontrar la paz en ninguna parte.
Eventualmente, dejó su nueva familia y trabajo, entrando en una orden monástica de silencio total. Seguramente allí, lejos del mundo que estaba impregnado de ese olor agonizante, seguramente encontraría otros olores. Pero para su desesperación, ese mismo olor permaneció. "Incluso en este lugar, la corrupción del mundo se puede sentir, contaminando todo", pensó para sí mismo.
Y también ese monasterio que dejó, entendiendo que sólo una vida eremítica podía llevarle a perfumar esos otros aromas.
Así que se fue de nuevo, esta vez a la cima de una montaña donde vivía solo. Ahora estaba lejos de la civilización y de ese olor que tanto odiaba. Pero un día, mientras meditaba mirando el horizonte lejano, ese mismo olor se hizo presente. Se levantó indignado y miró a su alrededor, diciendo: "¿Quién es? ¿Por qué traes aquí los olores de tu mundo? Lleva ese olor contigo y déjame en paz". Pero, para su sorpresa, no había nadie allí. Todavía estaba solo. Cómo podría ser eso, pensó.
Y fue sólo cuando las lágrimas cayeron por su cara que finalmente entendió. El olor no venía del mundo que le rodeaba, sino de su ropa vieja e incolora. Y al darse cuenta de eso, estas mismas ropas han sufrido una transformación. Los colores cobraron vida, y el olor que había plagado parte de su vida fue reemplazado por una suave fragancia y un dulce aroma.
Luego regresó al monasterio. Ahora podía descansar en paz con sus hermanos, porque el mal olor había desaparecido. Permaneció un tiempo en el monasterio, pero pronto se dio cuenta de que, si el nuevo aroma dulce y la suave fragancia provenían de su ropa, dondequiera que estuviera, ese mismo olor estaría siempre presente, incluso en los lugares más nauseabundos. Entonces recordó a su primera familia, pensando que ahora podría tener una vida feliz con ellos.
Y así, volvió a su antigua vida. La familia lo aceptó de nuevo y el jefe le dio el antiguo trabajo. Dondequiera que estaba, sólo la suave fragancia se hacía sentir. Finalmente estaba en paz. El mundo seguía siendo el mismo, pero ya no era el mismo hombre.
Pero en casa, cada vez que regresaba del trabajo, su esposa siempre lo confrontaba, acusándolo del olor que sentía. Se dio cuenta entonces de que ella hablaba de sí misma, del olor de su ropa. En ese momento, ya no sintió más ira, ni odio, ni hubo respuesta a la confrontación que recibió, como antes, sino sólo compasión. No había nada que él pudiera hacer por ella porque sólo ella podría entender un día la fuente de ese olor que le molesta.
Y así se fue, una vez más, partiendo hacia un nuevo destino. La primera vez que se fue, huyó, llevando por todas partes ese olor a náuseas que lo enfermaba. La segunda vez no huyó, sino que se liberó y, con esa liberación, pudo finalmente encontrar el verdadero curso de su existencia.
Ahora ya no se aísla en ningún monasterio ni en la cima de ninguna montaña, sino que mezcla su vida con el mundo, porque dondequiera que esté, en los lugares más oscuros o más claros, sólo estará presente ese olor.
Nada más podría molestarlo ahora. Finalmente estaba en Paz.
Del libro Reflexiones Espirituales para una Nueva Tierra
https://www.pedroelias.org/es/libros