Las Piedras del Camino

Una vez llegó un peregrino a una aldea perdido en un valle rodeado de altas montañas. Mientras caminaba por la ladera de una colina, observó unas piedras en su camino y se dio cuenta, de un modo difícil de explicar, de que tenía que recoger cada una de esas piedras y llevarlas hasta la cima de la colina. Y así lo hizo. Cada día buscaba piedras, muchas de ellas cubiertas por la vegetación, y las llevaba a la cima de la colina donde las reunía todas en un mismo lugar. Era una tarea difícil, difícil por su cansancio, pero en ningún momento dudó de lo que la Vida le pedía, y se entregó por completo a la tarea.

La gente del pueblo se acercaba a él con curiosidad: "¿Qué hacía aquel hombre y por qué subía aquellas piedras a la colina? Algunos intentaron convencerle de que las piedras y se pusiera a trabajar para ellos, haciendo algo más productivo, eso creían. Otros intentaron que dejara esa tarea por su salud. Otros aún querían expulsarlo del pueblo porque lo consideraban loco y peligroso. Todos tenían una opinión, un juicio, algo que decir sobre lo que estaba haciendo. Hasta que el hombre se cansó y empezó a alejar las personas tirándoles piedrecitas para que le dejaran en paz. Él sólo quería cumplir su tarea sin tener que aceptar las opiniones de los demás, todas ellas limitadas por la estrecha visión de quien sólo sabe del mundo lo que el mundo le permite saber.

Un día un espiritualista se le acercó afablemente y se sentó a su lado mientras descansaba. Tenía la misión de salvarlo y ponerlo de nuevo en la pista de su destino.

- Estás desperdiciando tus dones con estas piedras, mi hermano. Podrías estar haciendo cosas de mayor utilidad para el gente y para Dios. Tu Alma tiene un propósito y no lo estás cumpliendo cumpliéndolo, desviándote de tu camino. No permitas que tu encarnación se pierda en la inutilidad de la tarea que estás realizando.

El peregrino no dijo nada, levantándose y yendo a buscar la siguiente piedra. Ni siquiera el espiritualista pudo notar la sacralidad de aquel momento, el flujo que la Vida manifestaba a través de él, aunque él mismo, nuestro peregrino, nuestro, no sabía nada de las razones de tal manifestación.

Y pasó el tiempo con el desgaste natural de quien poco a poco comenzó a dudar de lo que hacía. ¿Tenía razón? ¿Se había equivocado él? ¿Habría sido todo una pérdida de tiempo? Su desierto interior le atormentaba y los juicios de su mente eran aún más agudos que los aldeanos. Pero a pesar de todo, persistió. Aunque esa mente le mostraba caminos más cómodos y agradables, nuestro peregrino se mantuvo firme en su entrega a aquella tarea que él mismo no comprendía, y una piedra más, y otra más, se iban colocando en la colina que ahora tenía varios pies de altura.

Los aldeanos lo consideraron un caso perdido y dejaron de visitarlo. Pero alguien se quedó. Una joven venía todos los días y le miraba desde la distancia con profundo respeto sin intentar disuadirle de su tarea. Ella no enfrentaba con lo bueno y lo malo del mundo, respetando en lo sagrado de lo que allí sucedía. E aunque ella tampoco comprendía las razones de tal tarea, las aceptó sin juzgarlas, permaneciendo presente y disponible siempre que él la necesitaba. Y así fue. Cuando él cayó al suelo, cansado del esfuerzo, ella se acercó con un cuenco de agua y sació su sed. Cuando sucumbía a la fatiga o a una herida, ella estaba allí para limpiar sus heridas. Nunca le cuestionó las razones que le llevaban a hacer lo que hacía ni le juzgaba por sus decisiones, sino que sólo permanecía presente para servirle en presente para servirle en lo que necesitara. Y un día las piedras terminaron y aquel ciclo se cerró por sí mismo. La tarea estaba terminada y el peregrino emprendió a la siguiente tarea sin intentar comprender las razones de la que terminaba.

Años más tarde, cuando ya estaba en una nueva tarea, se dio cuenta de que la ligereza con la que la realizaba sólo había sido posible porque sus músculos eran ahora robustos, lo que le permitía trabajar sin esfuerzo. Y la robustez de estos músculos la había conseguido cargando colina arriba cada piedra que encontraba en aquel valle. Y ahí estaba una de las razones de la tarea anterior, pero no la única....

La aldeana acudía cada día al montón de piedras que el peregrino había creado y se quedaba allí contemplando. Pero uno de esos días ocurrió algo diferente. Cuando ella llegó otro peregrino estaba desmontando el montículo para construir un templo con las piedras que allí había. Piedras que no habría visto si hubieran estado esparcidas entre la vegetación lejos de su mirada. Y la joven sonrió, y su corazón se llenó de amor por la revelación, arremangándose y uniéndose al peregrino en la construcción del templo. Y por su dedicación y dedicación, toda la aldea se les unió, y sobre aquel se construyó el más luminoso de los templos.

El peregrino de las piedras nunca supo del destino que les fue dado, pero por su dedicación y persistencia, la obra de Dios pudo realizarse, a pesar de la ignorancia de los hombres en ignorancia de los hombres para comprenderla.


Del libro Reflexiones Espirituales para una Nueva Tierra
https://www.pedroelias.org/es/libros

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